“Venezuela es el país del futuro y siempre lo será”, dice un viejo chiste criollo; del comunismo marxista puede predicarse lo mismo: coloca su utopía salvadora al final de los tiempos donde ninguno de los contemporáneos podrá vivirla porque se aleja, como el horizonte, para quien más se empeñe en alcanzarla.
La ilusión de que vendrá un Fin de los Tiempos y será un Reino de Justicia y Paz es de origen religioso; pero el comunismo se apropió sin empacho de esta superstición tan arraigada en la credulidad popular para hacer su proselitismo político.
El mundo futuro nunca llegará, por definición, por eso es “futuro”, si se materializara dejaría de serlo; pero más allá de toda demostración y de lo que indican sucesivas experiencias históricas, sirve estupendamente para sobrellevar las tribulaciones presentes.
Las vicisitudes cotidianas se toman como transitorias, incluso como trámites necesarios para llegar al mundo venidero: “El presente es de lucha, el futuro es nuestro”, se lee y se oye repetir en la insistente propaganda guevarista o castrista, apuntando sus miras lejos de los apremios palpables que acarrea la llamada revolución socialista.
No estiman las maldades concretas que perpetran sublimándolas en un venturoso porvenir; aunque nadie pueda explicar cómo es que malas acciones presentes puedan conducir a buenos resultados futuros. Eso es encubrir hechos con ilusiones.
Marx no se ocupó en explicar ni describir cómo sería ese mundo del comunismo científico, salvo generalidades como salir del reino de la necesidad al de la libertad, donde el hombre recuperaría su humanidad de la que habría sido despojado al alienarlo del producto de su trabajo, que es la materialización de su esencia; quizás precisamente por mantener una actitud “científica” y superar el socialismo utópico que tanto deploraba.
Pero aun visto en su expresión teórica “de cada uno según su capacidad y a cada cual según su necesidad”, es de una sorprendente inconsistencia. Resulta incompatible con la idea de justicia como igualdad, tan cara a los socialistas, como a la proporcionalidad, de raigambre aristotélica y tomista. Las capacidades de unos pueden ser tan inmensas como las necesidades de otros y puestas en contraste, mientras mayores sean, el abismo de la injusticia no hará sino ampliarse hasta precipitar en él toda esperanza de Justicia y Paz.
El comunismo no es el reino de la igualdad ni siquiera teóricamente; tanto menos en la práctica, donde se observa que las sociedades que lo adoptan como ideología oficial son muchísimo más desigualitarias que las sociedades liberales, donde impera el principio de igualdad ante la Ley.
Es falsa la disyuntiva que plantean algunos politólogos entre libertad e igualdad, considerándolas incompatibles o que una actúa en detrimento de la otra. En verdad, quienes sacrifican la libertad en aras de la igualdad se quedan sin ninguna de las dos, perdiendo de paso la justicia.
Son muchos los reproches que se pueden hacer a Marx, al marxismo y a los marxistas, juntos o por separado; por ejemplo, el trato desconsiderado, intolerante e intransigente que Marx le propina a quienes quiere, menos que refutar, destruir, no puede criticársele sino a él mismo, como persona, aunque lo haya transmitido íntegramente a sus sucesores.
Caso distinto son los defectos de su doctrina, digamos, su determinismo económico, que reduce el resto de la dimensión humana a una “superestructura” derivada del modo de producción. O su concepción de la historia, como una serie concatenada de eventos materiales entrelazados en una red causal que conduce a un resultado inexorable. Otra falsedad, en verdad no hay “causalidad” en la historia, como tampoco hechos “necesarios”.
Todavía se pretende discutir si los crímenes cometidos por sus seguidores, Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Castro (la lista podría ser interminable), son imputables a Marx, a su doctrina o si son desviaciones, malas interpretaciones, pésima implementación de lo que, visto de otro modo, sigue siendo plausible, expresión de aspiraciones legítimas o comprensibles, frente a las injusticias siempre presentes en la sociedad humana.
“Nadie puede detener el avance de los pueblos”, dicen los afiches en el centro de Caracas; una concepción marxista llevada a consigna política: detrás se vislumbra la vieja Rueda de la Historia, que nada puede detener ni interponerse a su paso, so pena de ser aplastado.
Asimismo la concepción conflictivista que lleva de asumir la vida como “lucha” a descubrir el antagonismo en las más triviales transacciones de la vida cotidiana, lo que conduce a la pretensión de regular todo comercio porque les resulta imposible pensar las relaciones mercantiles si no es en términos de contradicción, donde lo que gana uno lo pierde el otro y todo el que se enriquece es en detrimento de los demás.
A pesar de que una de las profecías de Marx más clamorosamente desmentida por la realidad es la depauperización progresiva de toda la población en contraste con la acumulación creciente en manos de un número cada vez más exiguo de capitalistas, algo que no ocurrió ni hay la menor posibilidad de que ocurra en una sociedad abierta, de mercado, aunque sí, paradójicamente, bajo el comunismo, en que un puñado de militares y burócratas del partido son los dueños de todo.
Como epílogo podría ponerse la célebre tesis 11 sobre Feuerbach, según la cual “los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”, que siempre se alza como estandarte de lucha por el cambio social. La verdad, el mundo se transforma de todas maneras con o sin los filósofos y mejor sin la intervención de los comunistas.
Y este es el punto final, porque si los marxistas fueran consecuentes consigo mismos no deberían hacer nada sino dejar que las fuerzas productivas y las relaciones de producción resuelvan su conflicto espontánea y naturalmente, sin sus interferencias distorsionantes.
Sería mucho mejor para ellos y para quienes terminan siendo sus víctimas propiciatorias.