La tumba del socialismo del siglo XXI está en Caracas. Se trata del fin del proyecto hegemónico que Hugo Chávez y Fidel Castro concibieron desde principios de la década del 90 del siglo pasado.
La idea fue tomando forma en los predios del Foro de Sao Paulo, un espacio que la izquierda radical creó para revivir el ideario marxista-leninista, desaparecido entre las ruinas del Muro de Berlín.
El Partido de los Trabajadores con Lula da Silva a la cabeza fue el promotor de aquella iniciativa que finalmente abrió el camino para el surgimiento, y a la postre efímera consolidación, de una entidad continental lograda con la venta de millones de barriles de petróleo a precios subsidiados desde Venezuela y la estrecha supervisión y asesoramiento ideológico desde las oficinas del Palacio de la Revolución, en La Habana.
Con la ascención al poder del Teniente Coronel de Barinas en 1998 parecía que el plan marchaba a pedir de boca.
Chavéz había ganado limpiamente las elecciones.
El gradual aumento de la cotización del crudo en el mercado mundial a partir de los primeros años del segundo milenio, aceleró la articulación de un modelo basado en el desmontaje de la sociedad civil, las medidas populistas, el antinorteamericanismo a ultranza, el control social y acaparamiento por parte del Estado de todos los espacios de poder.
La temprana muerte de Chávez, ocurrida el 5 de marzo de 2013, marca el paso de una involución sin pausas.
El progresivo descenso en los precios del oro negro, fenómeno que cobra fuerza en el 2014, fue otro factor que contribuyó a la fatiga de un proceso vendido a la opinión pública como revolucionario, pero que en esencia es una dictatura sin escrúpulos como todas las que han asolado a la humanidad proclamando justicia social, bonanza y paz.
El gobierno representado por Nicolás Maduro, el heredero que eligió Chávez antes de morir, es una prueba fehaciente de la voluntad en implantar un modelo facistoide.
Lógicamente, la desaparición física de Fidel Castro es un elemento a tener en cuenta para comprender el descalabro de un modelo que parece tener los días contados.
El involucramiento de la nomenclatura insular en la conformación de este bloque, que pretendió revivir los valores de una izquierda tan cercana a la caricatura, irresponsable y fracasada, es todavía un hecho sin margen para las dudas.
En Venezuela, el castrismo juega su última carta y ya no hay tiempo ni para lograr un empate.
La derrota se materializa con el creciente repudio internacional a la represión policial que ya ha cobrado decenas de muertes de civiles.
De aquel entusiasmo primigenio solo quedan sombras y nubarrones.
Casi todos los principales animadores de este proyecto ya no detentan el poder o han caído en desgracia.
En la lista de perdedores resaltan los nombre de los expresidentes, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Lula da Silva y Dilma Roussef, los tres últimos bajo sospechas de estar vínculados a sendos escándalos por corrupción.
Por otro lado las protestas populares en Venezuela amenazan con prolongarse a pesar de la manifiesta brutalidad de los represores.
Esto indica que la cifra de bajas mortales aumentará, quizá exponencialmente, en los próximos días.
Maduro junto a sus correligionarios de adentro y los padrinos de La Habana se empeñan en proclamar la victoria en una guerra que ya perdieron aunque sigan aireando sus bravuconadas.
Como están las cosas, el socialismo del siglo XXI se ubica en un punto de no retorno. Me adelanto a decir que fue un desastre, como si estuviera observando las cenizas que pronto dejarán de ser una metáfora.